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22 mayo 2012

Detalle

En el colegio Nuestras Raíces, los chicos pintan una pared. Nombres, huellas, colores, mensajes. Todos, cada año, dejan su marca. Uno, que es observador y curioso, puede pasar horas leyendo cientos de trazos. Algunos ramificados, otros superpuestos, combinados con formas, o con color. Es más, si es de esos que a todo le busca una historia, imaginaría qué chico y qué situaciones esconde (o expresa) cada uno. El 23 de Octubre de 2010 había un acto en la escuela. Padres e hijos daban vueltas por el predio. Algunos felices, otros impacientes. Los grados pasaban al frente. Bailaban. Los más grandes vendían torta y mate. La directora, en éxtasis escénico, abusaba de su voz amplificada. Yo estaba con mi familia. Iba a ver a mis hermanas. Entre esto y una especie de competencia implícita con el fotógrafo de turno (nos lanzábamos miradas cada cinco disparos), no me moví del sector padres. Hasta que, por inspiración divina, me aburrí. Decidí dar una vuelta, ver qué más tenía ese colegio. Pasé por aulas, pasillos cargados de afiches, oficinas, baños y cocinas. Después del estacionamiento, doblando la pared, estaban las piletas. Frené y me quedé maravillada. Eran dos. Una de ellas, con un “13” pintado. Detrás, en colores, miles de rayas, letras y manchas. Dos metros de alto, tres de ancho. El ladrillo a penas se asomaba. Leí. Eran nombres, apodos. La pintura nueva sobre la vieja. Ambas se dejaban ver, ninguna tapaba del todo la otra. Así, generaciones de niños compartían ese espacio. Se tocaban, se conectaban. Y uno, ajeno a la historia, podía conocerlos, leer a cada chico en ese arcoiris lúdico. Observé. Porque observar es más lindo que ver. Tiene ese toque de curiosidad, de análisis. Observar es profundizar. Es sentir. Seguí las firmas, de izquierda a derecha. Lo que decían, los trazos, los colores. Hasta que, en el extremo derecho, apareció la forma. Mínima en tamaño, descentrada. Pero ahí estaba. Como una síntesis de toda la pared. Por alguna razón, era más fuerte que todos los nombres. Un detalle, ínfimo. Pero los detalles, en su pequeñez, son enormes. Esa forma, hecha por un niño o niña que sólo sintió y expresó, era la respuesta. Al por qué de esa pared, al por qué del juego, al por qué del aprendizaje. Y, en el fondo, a todos mis por qué. La vida y la felicidad en una forma tan básica. El amor. La pasión. Los detalles. La infancia es sabia. En su simplicidad nos guía y nos enseña. Me pregunto hoy, qué será de esa pared. ¿Seguirá sumando nombres e historias? ¿O, pintor de por medio, encontró su final? Me obligo a creer lo primero... Debo ser algo infantil.